16.12.08

Un mandamiento.

Alguna cotidiana excusa me impulsó a atravesar el living para llegar a la cocina. Algo que no quise oír me lo impedía y ralentaba mis pasos. Sería acaso la gotera del baño que marcaba el no - no - no - en el fuentón de lata o el aire denso, viciado de naftalina y rencores que la vieja Alcira desparramaba como un fuelle con el vaivén de su mecedora.
Lo cierto es que crucé ese espacio sin que casi nada me detuviera. Lo hizo por unos segundos la mirada de Mónica y el silencio espeso de las tres.

Alcira, con el invariable vestido negro, gastado al ritmo de tanto mecerse, dominaba la escena. El chirrido de la silla marcaba el paso de las horas, como implacable reloj que no cesa, no cesa, no cesa…
-¿Qué sabés de Juan Carlos?-
-Nada mamá- respondió Mónica con habitual tono monocorde a la habitual monolítica pregunta.

Fue entonces cuando sorprendí su mirada.

Acodada en la pequeña mesa de recibo Mónica semejaba la estampa de la Magdalena. Las manchas de humedad de la pared eran un mapa de su rostro lánguido y velado. El heredado luto le enmarcaba la cara y sus manos; pero las lágrimas las derramaba sobre el mantel un cristo sufriente de yeso policromado, con la mirada perdida en vaya a saber qué constelaciones.
La mesa y el cristo eran la aparente realidad que separaban a Mónica y Alcira, pero era esa nube, ese nimbo de reproches y cosas no dichas que se instalaba con densidad corpórea entre las dos.

Mónica de la pasión, Mónica del desasosiego, Mónica y su alma de fría estepa. Mónica mía…

Bastaron unos segundos para sentir el hastío y la resignación de su mirada.
Entonces supe que no se animaría.
Tantas veces concebimos este momento, tantos desvelos y sollozos apagados, tantas cavilaciones entre nuestras sábanas revueltas. Toda especulación fue finamente analizada hasta el menor detalle, todo el plan cerraba.

Alcira y la culpa penetrante desde el alcanfor de las almohadas. Alcira que juzga y sonríe con sorna desde el portarretratos encarnado en la pared de nuestro cuarto, porque no se puede des-col-gar, ¡por favor Moniquita!, ¿cómo lo vas a sacar de ahí? Esa es la última foto que tengo con Juan Carlos, no seas desalmada, que demasiado sufrió el pobrecito por tu culpa, ¿ya te olvidaste vos?

Se detuvo un instante la mecedora. Presentí la sonrisa que paladeaba Alcira acomodándose la dentadura.
Mónica bajó la vista y el cristo siguió mirando el techo.

-¿Dónde habré dejado la azucarera? pregunté en voz alta mientras resonaba en mi cabeza aquel quinto mandamiento.

3 comentarios:

  1. Anónimo22.12.08

    De haber tenido la oportunidad de escribir este cuento con la enorme maestría que demostrás palabra a palabra, me hubiese atrevido a poner un cuchillo en las manos de Mónica y que ésta se lo clave hasta la empuñadura a la mala de Alcira. En el espacio virtual de los cuentos está bueno no quedarse mascando mandamientos y dejando que las Alciras mueran atragantadas por sus dientes postizos o de muerte natural.

    Me ha gustado mucho.

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  2. Anónimo12.1.09

    ¿con este cuento ganaste el 1er premio del certamen organizado por la Biblioteca José Ingenieros en su 75 aniversario, en el pasado mes Noviembre?
    Tenes una gran habilidad para sugerir imágenes...

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  3. Anónimo12.1.09

    Si, anónimo,con este cuento. No sé cómo tomar tu asombro...gracias por tu comentario. Soledad.

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